FEDERICO
A pesar de todo hoy era un
día feliz para Federico. Por fin después de tantos años había conseguido
trabajo. Y es que para Federico la vida no había sido generosa. Divorciado hace
años y casi sin posibilidad de ver a sus hijos, la fuerte depresión en la que
estaba sumido le hizo perder su trabajo en el Hospital. Y ahora después de
tantos años, por fin veía la luz.
Quizás no fuera el trabajo ideal, pero cuando le
llamaron de aquel viejo hospital psiquiátrico, por fin volvió a sonreír. Su
trabajo era sencillo, tan sólo debía hacer la vigilancia nocturna del pabellón
8, aquel donde estaban los casos más extremos de locura, esquizofrenias,
paranoias extremas e incluso algún asesino encerrado allí por orden judicial. A
su llegada fue guiado por el director del centro. Pero la visión de aquel
triste espectáculo comenzó a remover su conciencia...
Un largo y oscuro pasillo con puertas a ambos lados, que escondían tras ellas, los más oscuros secretos del hombre. Cuerpos vivos despojados de toda su dignidad. Enfermedades crueles que habían convertido a aquellas personas en meras bestias que la sociedad había decidido apartar. Mirando hacia un lado y otro, Federico sólo veía sufrimiento mientras el director seguía hablando, aunque su mente ya no le escuchaba. Aquel joven sentado en una esquina moviendo su cabeza con la mirada perdida. Aquella mujer que paseaba de un lado a otro, como un león enjaulado. O aquel hombre con el rostro desfigurado, que parecía haber visto al mismísimo demonio. Y en la cabeza de Federico, sólo una pregunta, ¿realmente aquellas personas merecían este sufrimiento? O quizás la muerte fuera el único remedio. ¿Que habrían hecho todos ellos para merecer tal castigo?
Federico comenzó su turno en su segunda noche, por primera vez sólo ante la oscuridad de aquel profundo pasillo, sólo en el silencio de la noche, un silencio sólo roto por algún grito, lamento e incluso gruñido de los pacientes. No podía tan sólo quedarse sentado y decidió pasear por el pasillo y observar a aquellas personas. Tan sólo había dado unos pasos cuando una de las puertas llamo su atención. Tras ella el rostro frágil de una mujer atormentada en una pesadilla sin fin. De su boca sólo salía de forma repetitiva el nombre de un hijo perdido. Una pérdida que la había sumido en una profunda locura. Y en la cabeza de FEDERICO, la compasión. Quizás esa mujer habría de terminar con ese sufrimiento y reunirse con su hijo perdido. Así que con su mano ahogó sus gritos y con la otra rodeo su cuello, hasta que aquella mujer dejó de respirar, dejó de sufrir. Los ojos sin vida de aquella mujer se quedaron clavados en el rostro de Federico, como si quisiera agradecerle que acabara con su vida.
Después de acabar con la infeliz vida de aquella mujer, Federico corrió por todo el pasillo despavorido, entre los gritos del resto de pacientes que parecían presentir la tragedia acaecida. Pero la razón se impuso al final a los primeros minutos de desconcierto y decidió que habría de deshacerse del cadáver. Así que volvió a la celda y arrastrándola por todo el pasillo, la llevo a un jardín que había detrás del pabellón, cavó un profundo hoyo y allí enterró a su "victima" sin dejar rastro. Cuando volvió a la galería, ya casi era de día y su turno casi había acabado. Federico volvió a su casa cabizbajo, pero apenas sin remordimientos. Y cuando la noche volvió y retornó a su trabajo, era como si nada hubiera pasado. Pareciera como si aquella mujer nunca hubiera existido. Nadie la había echado en falta, su celda permanecía vacía y sucia, como si hiciera años que nadie la hubiera utilizado.
Federico se enfrentaba a una
nueva noche en aquel viejo pabellón, de nuevo sólo en compañía de todas
aquellas mentes atormentadas. En su cabeza se agolpaban los recuerdos de la noche
anterior y de un crimen que sólo él conocía. De pie frente a aquel largo
pasillo, un profundo escalofrío inundaba su cuerpo, y cuando alzó la mirada
vislumbró la blanca figura de una mujer. -Será alguna paciente que ha salido de
su celda- pensó, así que poco a poco se fue acercando a ella y al verla la cara
descubrió con terror que era la mujer que había muerto la noche anterior, su
rostro estaba tranquilo, y comenzó a caminar despacio, como si quisiera que la
siguiera. De pronto al llegar a la mitad de pasillo, le señaló con su mano a
una de las puertas. La mujer se
desvaneció en la oscuridad y Federico miró al interior de la celda y vio a un
niño.
Un pequeño con la mirada perdida, ausente de la
realidad, pero sin saber por qué sus ojos se clavaron en los de FEDERICO, ojos
tristes que reclamaban compasión, que pedían sin palabras que acabara con su
dolor, que acabara con una vida carente de sentido.
Pero Federico, no podía hacer aquello. ¿Cómo matar a un niño? Acabar con una vida que no había hecho más que empezar, un pequeño que apenas había cumplido sus doce años. Pero tras los inocentes ojos del pequeño se escondía una terrible verdad, un horrible sufrimiento que había presenciado y que le habían sumido en un estado del que jamás podría salir. FEDERICO miro hacia atrás y volvió a ver a aquella mujer, y volvió a sentir la extraña sensación que le empujaba a acabar con la vida de aquel inocente y con ella su sufrimiento. Y como si por unos momentos su cuerpo no fuera suyo y su mano no tuviera control, sacó de su bolsillo un puñal que tan si quiera sabía que tenía y se lo clavó sin más dilación en el cuello, al tiempo la sangre comenzó a brotar inundando la habitación. La vida del pequeño se fue apagando hasta que encontró la paz y todas sus tribulaciones se desvanecieron como el sol al anochecer. Federico cogió al niño entre sus brazos y lo enterró de nuevo en el jardín, muy cerca de la mujer.
A la mañana siguiente, cuando Federico acabó su turno. Comenzó a recorrer los pasillos del centro para llegar a la puerta de salida. Su camisa aún estaba manchada con la sangre del pequeño, pero pareciera que a nadie le importara, nadie repara en la presencia de Federico. Cuando salió a la calle una intensa bruma cubría la ciudad, Federico caminaba por la calle como ausente como si no le importara el mundo y al mundo no le importase su presencia. Tan sólo cuando pasó al lado de dos religiosas vestidas de blanco se cruzaron las miradas. Aquellos treinta minutos que siempre hacia a pie hasta su casa fueron como cien años. Como si el tiempo no pasara. Y casi como sin darse cuenta, la noche había caído de nuevo y se encontraba en aquel oscuro pasillo del hospital. En una noche fría y oscura, todo volvía al principio. Y al fondo del pasillo de nuevo aquella mujer y de la mano, aquel inocente niño que llamaban su atención...
Aquellas figuras en la noche comenzaron a caminar por el pasillo, Federico sintió una profunda e irremediable necesidad de ir tras ellos, como si un hilo invisible les uniera, sentía cada vez más frío y su mente cada vez más nublada. De pronto se pararon frente a una puerta, como si quieran entrar, sus miradas se dirigieron a Federico, miradas de súplica. Entró en aquella celda y frente a él un hombre totalmente desnudo con el rostro desencajado, los ojos fuera de su ser y el cuerpo encogido. Ya sabía lo que tenía que hacer. Y en unos momentos, Federico le agarró la cabeza y con una fuerza sobrenatural se la giró hasta que un sordo crujido, acabo con lo poco de vida que aún tenía aquel ser. Miro hacia atrás y vio a la mujer y el niño, sonriendo de felicidad. Tal y como había hecho la noche anterior, cargó con el cuerpo inerte y lo enterró en el jardín.
Federico estaba aquella
mañana muy cansado, demasiado para poder pensar, cada noche en aquel hospital
se había convertido en una pesadilla. Solo deseaba llegar a su casa y quedarse
dormido y despertar sabiendo que todo había sido un sueño, un mal sueño que
sólo deseaba olvidar. Pero la bruma, aquella maldita bruma que siempre le acompañaba,
no hacía sino que aumentar su inquietud.
Y como cada mañana, llegó a su casa, un lúgubre
cuarto con apenas una cama, un escritorio y un baño compartido con el resto de
vecinos a los que nunca veía, como si el edificio sólo estuviera habitado por él
y los fantasmas que acosaban su cada vez más frágil voluntad.
Federico sólo deseaba descansar y dormir,
olvidarse del mundo y que el mundo se olvidara de él, un oscuro mundo en el que
estaba profundamente sumergido. Se tumbó en la cama sin apenas fuerzas ni tan
siquiera para despojarse de la ropa. Pronto cayó en un profundo sueño. El
tiempo pasó y Federico de repente despertó sobresaltado, miro a su alrededor ,
pero ya no estaba en su casa...
Cuando Federico despertó en una blanca celda, el cegador resplandor de una lámpara iluminaba la habitación y una extraña sensación de lucidez inundaba su mente. Junto a él un hombre de blanco que vela su sueño. Le preguntó - ¿Que hago aquí?
Aquel hombre sorprendido por las primeras palabras de Federico en diez años, le respondió:
-Llevas aquí mucho tiempo. Desde que un juez ordenara tu encierro y después de que entrases en la casa de tu exmujer y la asesinaras, luego mataste a tu propio hijo y al hombre con el que entonces compartían su vida. Un verdadero baño de sangre.
Federico había vivido sus últimos diez años sumido en un profundo estado de inconsciencia, repitiendo una y otra vez las atrocidades cometidas. Jamás fue funcionario de un hospital, jamás recorrió aquellos pasillos, nada fue real... Solo la muerte que dejaba a su paso.