SEBASTIÁN

11.10.2020

Sebastián estaba a punto de llegar a la cincuentena. Un hombre oscuro y solitario. Desde hace cinco años vivía solo en la vieja casa familiar, cuando su madre, de la que siempre había cuidado, falleció. Una circunstancia que había hecho de Sebastián una persona aún más insociable. Su físico del que siempre estuvo acomplejado tampoco le ayudaba mucho. Su rostro poco agraciado, su extrema delgadez y su baja estatura siempre le condicionaron y le llevaron a convertirse en ese personaje oscuro que siempre pasaba desapercibido. Incluso en su trabajo, unos viejos grandes almacenes en los que comenzó a trabajar cuando aún era un niño haciendo labores limpieza y poco a poco se fue situando hasta convertirse en uno de los contables. Arrinconado en una mesa al fondo de la oficina, pocos reparaban en su presencia a pesar de la importancia de su trabajo. No mantenía ninguna amistad ni dentro ni fuera de su trabajo. Cada día pasaba sin apenas darse cuenta, porque cada día era igual que el ayer y el mañana.
Pero Sebastián había encontrado una forma de hacer más llevadero el hastío de la rutina, porque cada día, cuando terminaba su jornada laboral, antes de volver a su casa le gustaba pasear por aquel viejo camposanto que estaba situado a pocos metros de su casa. Le gustaba pasear por sus estrechas calles, disfrutar de los monumentos decadentes de algunas de las tumbas. Contemplar la vegetación que poco a poco había invadido el lugar. Aquel lugar le provocaba una enorme tranquilidad a Sebastián y allí encontraba el descanso después de un largo día de trabajo. Y entre las viejas tumbas reflexionaba sobre su vida, sus miedos, sus anhelos. Una vida que no le había dado nada, tan solo le había quitado lo poco que había amado. Cada día sentía que su existencia no había tenido ningún sentido. Pero sin embargo era el único sitio en el que encontraba las suficientes fuerzas para continuar adelante, para levantarse cada mañana y volver al único trabajo que había conocido. Como si los muertos tuvieran las respuestas que los vivos no le habían dado. Ni si quiera las personas que acudían a cuidar los sepulcros de sus seres amados reparaban en la presencia de Sebastián, acostumbrados a verle allí cada día, se había convertido en un elemento más del lugar.
Y como cada día, Sebastián caminaba hasta llegar a la tumba de su madre, se sentaba junto a ella y la hablaba como cuando vivía y pasaba horas sentado junto a su cama, relatando como le había ido el día. Cuando la noche comenzaba a caer, se levantaba, se despedía con un beso al frío mármol y comenzaba a caminar hacía la salida, no sin antes girar su vista hacia el fondo de aquel camino, un camino que nunca había recorrido. Y al fondo de aquella senda una tumba a la que nunca se atrevía a acercarse. Aquella era especialmente oscura, Sebastián tuvo que darse prisa para salir antes de que cerraran el lugar. Y como cada noche volvió a su casa, y la misma rutina de cada día. Al llegar, una mirada a la habitación de su madre, que conservaba tal y como estaba cuando vivía. Realmente toda su casa estaba exactamente igual que hace cincuenta años, cuando sus padres se casaron. Junto a la entrada estaba la cocina, antigua y con los viejos estantes decorados con las puntillas que su madre había tejido. Frente a la cocina la habitación de su madre, repleta de todo tipo de santos y una vieja cama de forja dorada. Al fondo del estrecho pasillo, junto al baño estaba la habitación de Sebastián. Unas paredes blancas y prácticamente desnudas con tan sólo un crucifijo rompiendo la monocromía. El pasillo estaba decorado con las fotos de antepasados, padres, abuelos y la de la hermana de Sebastián, muerta con apenas cinco años. Cada noche el mismo triste ritual, se preparaba una cena ligera con una tortilla francesa y un vaso de vino, que tomaba en el austero comedor con tan sólo una mesa camilla, un par de sillas y un viejo televisor en blanco y negro que apenas encendía. Tras la cena, Sebastián se dirigía a su dormitorio, en el que tumbado en su cama leía un libro hasta que el sueño le invadía. Y así esperar que la noche diera paso a un nuevo día, en el que habría de cumplir con la misma rutina. Pero en aquella noche pareciese que los recuerdos acechaban a Sebastián de una manera más cruel de lo acostumbrado y la oscuridad de la noche le invadía sin dejarle conciliar el sueño.

Una noche en la que comenzó a recordar como poco había ido perdiendo a su familia, quizás demasiado pronto. Su padre, fue el primero en abandonarle, cuando Sebastián apenas había cumplido 10 años y su hermana aún no había comenzado a andar. El padre de Sebastián era un hombre rudo y autoritario, que no dudaba en utilizar la violencia para imponerse, tanto con sus hijos como con su esposa. Las palizas eran frecuentes en la casa, no hacía falta ningún motivo, tan solo que el padre no encontrará algo a su gusto, la pequeña hermana llorase o que simplemente su día en el trabajo hubiera especialmente duro. Jesús, que así se llamaba el padre de Sebastián era un hombre sano, nunca se había puesto enfermo y jamás había tenido ningún accidente en su trabajo de albañil. Pero el destino le tenía guardada una sorpresa en una noche fatídica. Aquel día Jesús llego algo antes a su casa, su esposa estaba intentando colgar unas cortinas que acababa de lavar. Jesús llego de buen humor y se ofreció a colgar las cortinas. Para ello cogió una vieja escalera que el sólo utilizaba cuando tenía que hacer algún trabajo extra. Pero al subir al último peldaño, se rompió y Jesús cayó al suelo violentamente dando con su cabeza en la esquina de una vieja cómoda. El golpe fue suficiente para que el padre de Sebastián muriese casi al momento. Sebastián presenció la escena casi sin poder reaccionar, mientras veía como su madre explotó en un llanto incontrolable.

Tras la muerte del padre de Sebastián, su madre se sumió en una profunda depresión y esto unido a que tuvo que ponerse a trabajar fuera de casa para sacar adelante a sus dos hijos, hizo que Sebastián se hiciera cargo de su hermana, aún era un niño, pero esta circunstancia le hizo madurar rápidamente. A pesar de que el nacimiento de su hermana le provocó unos profundos celos, sentía un profundo amor por la pequeña.

Aquella noche también le invadía una profunda pena cuando la recordaba y es que unos pocos años después de que su padre les abandonara, la tragedia volvía a la casa de Sebastián, como si la muerte no quisiera olvidarse de aquella familia. Sebastián recordó como una tarde, cuando volvía con su hermana del colegio, esta se soltó y salió corriendo, cruzando la calle sin darse cuenta de que muy cerca pasaba un tranvía. Los gritos de Sebastián no fueron suficientes para hacerla parar y el tranvía la arrolló, causando su muerte casi al instante. Su madre nunca perdonó a Sebastián por la muerte de su hermana y desde entonces la vida junto a ella se convirtió en un infierno. Pero Sebastián nunca la abandonó, hasta que unos cuantos años después conoció a Isabel.

Sebastián ya trabajaba en los grandes almacenes, aunque todavía ejercía labores de mozo. Un día entro a trabajar una joven, su belleza no era especialmente llamativa, no tardó demasiado en llamar la atención de Sebastián, era la primera vez que había sentido aquella atracción y no sabía muy bien que hacer, además Isabel no había reparado en la presencia del mozo. Por una vez la fortuna sonrió al joven y un tropiezo provocó que Sebastián e Isabel se conocieran. Ambos se miraron a los ojos y la atracción fue mutua. Entre tartamudeos y después de una corta conversación, Sebastián la invitó a un paseo tras el trabajo, a lo que Isabel accedió tímidamente. Aquella tarde fue especial para ellos y decidieron seguir saliendo juntos. Poco a poco el amor fue creciendo y pasaban más tiempo juntos. Una circunstancia que comenzó a inquietar a la madre de Sebastián, y las discusiones entre él y su madre cada vez eran mayores. Pero Sebastián estaba decidido a continuar con su romance, a pesar su madre. Unos meses después decidió presentar a su amada a su madre. Esta accedió a una cena, pero aquella noche no fue muy feliz y el odio que sentía la madre de Sebastián hacia la novia de su hijo, se hizo más patente. La relación entre ambas mujeres desde entonces no fue buena. El amor hizo que, pasado un tiempo, decidieran dar un paso adelante y casarse, aunque eso significara abandonar a su madre. Casi en secreto planearon la boda y tras meses de preparativos llega el gran día.

Por fin se celebraría esa boda tan anhelada, a pesar de la oposición de la madre de Sebastián el enlace se celebraría como estaba previsto, y a última hora decidió no acudir ni tan siquiera a la Iglesia. No quería ver como su hijo se alejaba de ella, de saber que a partir de ahora tendría que vivir sola.

Sebastián esperaba a su amada en la puerta de la iglesia junto a su futura familia política. Isabel habría de llegar en una calesa junto a su padre. El tiempo pasaba e Isabel no llegaba, a pesar de ello Sebastián estaba tranquilo, aunque la familia comenzaba a mostrar cierta inquietud, cuando paso más de una hora. Entonces fue cuando un joven montado en uno de los caballos de la calesa llego a toda prisa anunciando la desgracia. La novia había sufrido un imprevisto desvanecimiento durante el viaje y había caído de la misma. Nada se pudo hacer por ella, había muerto casi al momento. De nuevo la muerte se había cruzado en el camino de Sebastián. Y esta vez en el día más feliz de su vida. Un recuerdo más en una larga noche de insomnio.

La muerte de la que debería haber sido su esposa, su amada, sumió a Sebastián en una profunda depresión, un profundo y oscuro pozo del que nunca salió. Se refugio en su trabajo y en la soledad de su casa, junto a su madre. Una mujer que siempre ejerció una sobreprotección sobre Sebastián, pero que a partir de ahora sería aún más fuerte. Se convenció de que su madre era la única mujer con la que sería feliz. Poco a poco y con el paso de los años, se fue convirtiendo aún más solitario, con una personalidad más oscura e introvertida. Como si el mundo ya no existiera para él. Y en aquella noche, se planteaba si su vida realmente había merecido la pena. El verdadero amor de su vida había sido su madre. Fueron muchos años a solas con ella, de largas conversaciones. Y cuando ella enfermó, sabía que debía tendría que cuidarla, hacer su vida más fácil. Pero poco a poco la vida de su madre se le escapaba entre las manos, hasta que lo inevitable ocurrió y su madre falleció.

Entre la luz y la sombra, entre la noche y el día, la vida de Sebastián transcurrió a bordo del barco que siempre le conducía a un puerto desconocido, viendo partir esos navíos que siempre se llevaban a un ser amado en un viaje sin retorno, sin apenas despedirse, sin apenas poder decir adiós. Inundado siempre por un mar de lágrimas que poco a poco fue inundando su alma. Un alma que se volvía más oscura en cada despedida, cada vez más alejada de la luz que le trajera un poco de esperanza. Sin embargo, con su madre fue distinto, tuvo que ver como su último amor, caminaba despacio hacia la oscuridad. Una larga enfermedad, una larga agonía. De muchas noches en vela, de muchos días junto a su cama. Hasta que una noche, un último suspiro, un último aliento se llevó el alma de la mujer que le había dado la vida y de alguna forma también se la había quitado. Ahora Sebastián habría de caminar solo por la vida, entre la sombra y la oscuridad, a solas con la soledad.

Y el día sorprendió a Sebastián en aquella noche tortuosa. Una noche en la que todos sus fantasmas le habían acechado implacablemente. Pero casi observó con alivio que los primeros rayos de sol le anunciaban que habría de comenzar una nueva jornada. Una ducha que le despejará de su letargo y una taza de café que le diera la energía suficiente para afrontar un nuevo día y le ayudará a soportar la rutina.
Sebastián salió de su casa como cada día, con el paso aún más taciturno de lo habitual, con la mirada más triste de lo normal. Caminaba entre la gente como cada mañana, pero nadie percibía su presencia, algo normal en su insulsa existencia. Cuando llegó a su trabajo, la historia no fue distinta, caminaba por los pasillos de la oficina sin que nadie tan siquiera le saludara. Nada diferente a otros días.
Las horas pasaron en la oficina, como cada día. Y cuando Sebastián termina su jornada, se dirige a su paseo diario por el cementerio, era un hombre de costumbres. Pero aquel día hizo algo distinto, por fin se atrevió a caminar por aquella calle del cementerio en donde se encontraba la tumba que nunca se atrevió a visitar.

Caminó lenta y pausadamente hasta aquel sepulcro situado en la parte más antigua del cementerio. Una bella tumba coronada con una pequeña escultura, pero muy maltratada por el paso del tiempo. Hacía muchos años que ya nadie visitaba aquella tumba. Era la de su amada Isabel, nunca se atrevió a tan siquiera llevarla flores. De rodillas y con los ojos llenos de lágrimas, la pidió perdón por haberla olvidado. Pero ahora a Sebastián solo le quedaban recuerdos del pasado, un pasado oscuro y un futuro incierto. Ahora lloraba a su amada mientras acariciaba el frío mármol. Sebastián estaba cansado, muy cansado. La noche le volvió a sorprender y nadie paseaba ya por el cementerio, eso no parecía importarle. Sebastián apoyo la cabeza sobre la lápida de Isabel y el sueño invadió el alma del oscuro hombre. Cuando el cementerio cerró sus puertas, nadie reparo en su presencia. Y allí se quedó Sebastián, solo acompañado por la presencia de sus seres amados. Los que le fueron abandonando ahora velarán su sueño.
A la mañana siguiente Sebastián no acudió a su trabajo, pero nadie reparo en su ausencia, porque nadie reparaba nunca en su presencia.
Mientras en casa de Sebastián, la puerta se abría como cada miércoles, era Julia, la joven mujer que acudía cada semana a hacer un poco de limpieza. Comenzó sus labores, hasta que llegó a la habitación de Sebastián y se quedó clavada en el suelo con lo que allí encontró. Sebastián se encontraba en la cama sin vida. Julia no supo muy bien que hacer, era como si esperase aquel momento, y tras los primeros momentos de estupor, se acercó al hombre, simplemente le acarició el pelo. Y sobre la mesilla solo pudo ver un bote de pastillas vacío y una carta con su nombre. Con el pulso tembloroso la cogió y comenzó a leer....

"Querida Julia, durante estos años eres la única persona que me ha cuidado y es por ello por lo que, en esta noche oscura, en la que he decidido acabar con la última vida, la mía, te confiare mis secretos más inconfesables. Una vida triste en la que siempre he estado rodeado por la muerte. Y eso ha sido por mi propia voluntad.
Era todavía un niño cuando harto de los maltratos de mi padre, serré el último peldaño de aquella escalera. Yo sabía que sólo la usaba él, así que tarde o temprano se subiría a ella y caería, así fue.
Años más tarde, yo cuidaba de mi hermana, realmente yo la odiaba porque todas las atenciones era para ella, así que un día que volvíamos del colegio, solo tuve que darla un pequeño empujón cuando aquel tranvía pasaba cerca de nosotros y la fatalidad hizo el resto.
Isabel mi amada, la mujer con la estuve a punto de casarme, pero realmente yo no soportaba la presión a la que mi madre me sometía, así que pensé que se quedaría tranquila si Isabel moría. Y aquellos bombones que la regale unos días antes de la boda tenían un veneno que acabarían con ella. Parece ser que decidió comer alguno la misma mañana de la boda.
Luego vinieron años felices junto a mi madre, pero con la edad ella se fue volviendo más irascible y dominante. Poco a poco fui añadiendo pequeñas cantidades de veneno en la leche que tomaba por la noche. Nadie sospechó nada, y cuando murió simplemente todo el mundo creyó que la edad había acabado con su vida.
Durante toda mi vida los fantasmas de mi pasado me han acosado, perseguido, hasta que en la noche más larga y oscura decidieron que era el momento de acompañarlos".

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